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El evangelio de medianoche - Alberto Carballo


—Si lo piensas bien, cualquier cosa que hagamos es en vano —dijo Abe con calma mientras apretaba el gatillo de la escopeta, volando en pedazos la rodilla del hombre que le obstaculizaba el paso. Era su último cartucho, de modo que agarró el arma por el cañón y empezó a abrirse camino a garrotazos a través de la muchedumbre histérica que intentaba acceder a la cápsula de escape.


—¿Por qué dices eso? —preguntó Clancy, detrás de él. En ese momento, alcanzaron el círculo de guardias armados con rifles de plasma que circundaban el acceso a la nave. Los implantes oculares de uno de los centinelas reconocieron los patrones faciales de ambos y éste abrió un hueco para dejarles pasar. Una vez dentro, dejaron atrás el tumulto y se situaron al final de la cola que desembocaba en la puerta de la cápsula.


—Lo que quiero decir es que la humanidad, junto con cualquier inteligencia que pueda habitar este universo, al final desaparecerá. Y me estoy refiriendo al "final", mucho tiempo después de la muerte de la última estrella, cuando los pocos seres pensantes que queden, si es que queda alguno, contemplen el agónico fin del último agujero negro y con él la disipación de cualquier esperanza de energía, de movimiento, de vida...


Las puertas se abrían y cerraban para dejar pasar a los elegidos tras identificarse uno a uno. A medida que la fila de tripulantes avanzaba, el clamor del gentío y la presión sobre los guardias cobraba cada vez más fuerza.


—...Todo; cualquier avance tecnológico, cualquier obra artística, cualquier líder, profeta o asesino, cualquier idea, sentimiento, pensamiento o información...


—Sí, sí. Ya lo he pillado —le interrumpió Clancy mientras se limpiaba la sangre proveniente del interior de uno de los centinelas, el cual un segundo atrás gozaba de sus cuatro miembros.


—...Todo desaparecerá. Todo.


El círculo de protectores era cada vez más pequeño, de modo que los brazos estirados de la turba casi les alcanzaban.


—Entonces, según ese razonamiento, ¿para qué hacer nada? —inquirió Clancy entre un mar de extremidades mientras empujaba la espalda de un guardia ya inerte en dirección a la muchedumbre.


—¡Exacto! —Al extender los brazos para enfatizar su respuesta, una mujer de rostro desencajado le alcanzó a su hijo entre súplicas ininteligibles, justo antes de desaparecer entre el caos. Abe lo sostuvo, pensativo.


—No sé, Abe... —dijo Clancy. —¿Y por qué no piensas en menor escala?


—Lo he intentado, pero es muy difícil ignorar a un elefante cuando te está pisando el pecho...


Clancy guardó silencio mientras ambos activaban sus escudos térmicos de proximidad. Segundos después, los sistemas de protección de emergencia de la nave se activaron. Al poco, se encontraron ellos dos y el bebé solos junto a la cápsula de escape, de pie en medio de un páramo de cadáveres calcinados.


—...sin embargo, puede que esté equivocado en la raíz de mi planteamiento. Quizá los ciclos limitados que observamos a todas las escalas sean la manifestación cuatridimensional aparentemente finita de un "algo" eterno que subyace a todo.


Entonces llegaron a la puerta de la astronave y ambos levantaron una mano con el dedo índice extendido. Los diminutos drones de reconocimiento nucleico se lanzaron a tomar una muestra de sangre e inmediatamente enviaron la información al ordenador principal del vehículo. La compleja puerta con candado cuántico, que estaba abierta y cerrada al mismo tiempo, se dispuso de tal manera que cuando la miraron estaba abierta. El bebé gorjeaba.


—¿Y cómo pretendes comprobar eso?


—Sólo hay una forma.


Clancy asintió en silencio y se dirigió a la nave. Una vez dentro, se volvió. Tras un instante de duda, Abe le pasó el niño a Clancy. Éste, con la media sonrisa de los que han descubierto el truco, preguntó:


—Si todo es en vano, ¿por qué...?


—Cállate.


Se miraron una última vez. Abe observó cómo la puerta se cerraba entre él y Clancy, que estaba poniendo caras al niño para hacerle reír. Se alejó de la nave, mientras oía cómo despegaba a sus espaldas, dirigiéndose a un destino incierto.


Se tumbó en el suelo y dirigió la vista hacia el cielo. El asteroide acababa de entrar en la atmósfera. Surgió entonces una enorme bola de fuego que empezó a dividirse en pedazos más pequeños. Uno de ellos se dirigía directamente hacia Abe. Justo antes de que impactara, le pareció ver que tenía la forma de una gran mano que le señalaba. No supo discernir si le estaba acusando o le estaba eligiendo.


Abe murió.


“Ah...” —pensó.


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