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El infierno verde- Hercho


Félix, era el nombre desdichado de este joven acostumbrado a la infelicidad. No tenía los medios económicos para estudiar una carrera profesional, por lo que decidió dedicarse al noble oficio de estibador. Finalizaba el penoso primer gobierno de Alan García, un Decreto Supremo estipulaba el Servicio Militar Obligatorio para los jóvenes mayores de diecisiete años. La selección se hacía por sorteo, y para “fortuna” de este joven estibador, fue seleccionado.


Era curioso que la suerte fuera tan imparcial, pues entre los seleccionados solamente estaban los cholos, esa raza olvidada y denigrada. Félix era un cholo mas, no entendía el mecanismo de “selección y sorteo”, sólo obedecía, que al final, fue lo único que aprendió a hacer bien desde la escuela. “No creo que sea tan malo el cuartel”, se decía, como antídoto para calmar a su ánimo temeroso.


Fue en su primer día en el Ejército del Perú cuando conoció la realidad nauseabunda, representada en forma de uniforme verde. Los levantaron a las cinco de la mañana para su entrenamiento físico diario, les suministraron un arma, un fusil automático ligero (FAL), que sería su compañera durante todo el servicio. Corrían entre cerros y montañas durante horas, hasta que los pies ya no respondieran, si alguno se quejaba o doblegaba, era golpeado sin conmiseración para aleccionamiento de sus compañeros. Volviendo al cuartel, sus “superiores” le ordenaron a él y a tres de sus compañeros a hacer una tarea que sólo puede describirse como inhumana, torturar y matar con sus manos a dos perros callejeros que habían sido recogidos días previos.


En las siguientes semanas, supo que esa práctica descabellada era un “entrenamiento militar” para demostrar que el soldado era un hombre de valor, de coraje y de obediencia. Aprendió una nueva máxima: “las órdenes se cumplen sin dudas ni murmuraciones”. Entendió que los perros, como todos los animales, no tenían alma y el ser humano era el único ser racional. Creyó que la alegría podría estar presente incluso en esas circunstancias, pero la vida le tenía guardado un testarazo.


El hombre es un ser gregario por naturaleza, y Félix, encontró amigos que compartían sus mismas aflicciones y sus mismos temores, entre ellos, Bonifacio, joven de dieciocho años proveniente de las sierras cusqueñas, cuyo sueño era ser doctor y para ello trabajaba y ahorraba, sueño que el servicio militar había frustrado.


Llegó el nueve de diciembre, un día desemejante para el cuartel, para Félix y para Bonifacio. Aquella mañana, las rutinas diarias cambiaron por una ceremonia en la que participaban altos cargos del Ejército Peruano en la Plaza Mayor de la ciudad, donde la población se reunía para observar a sus hijos, maridos o hermanos, quienes arma en mano desfilaban maquinalmente. Era el día del Ejército del Perú. Félix y Bonifacio llevaban ya ocho meses de servicio militar, y el tiempo mínimo era de doce, sólo quedaba esperar cuatro meses mas en ese infierno verde.


Aquel día, cenaron como reyes: un pollo asado con papas fritas y gaseosa Inca Kola. Comida atípica a su dieta ordinaria conformada por alimentos pestilentes en mal estado; no era sorpresa, que la mayoría de reclutas se rehusaran a comer para evitar infecciones estomacales. Un ruido estrepitoso interrumpió aquella agradable cena, el sonido de un fusil que provenía del baño, varios se apresuraron al lugar, Félix entre ellos, quien reconoció a la figura tendida en el suelo, era Bonifacio, cubierto por su propia sangre a lado de su fusil y en estado inerte. Asoció esa escena a los últimos constantes lamentos de su amigo sobre los maltratos físicos y psicológicos que sufrían. No lo pensó mas y decidió escaparse esa misma madrugada.


Sabía de las consecuencias de desertar, pero no le importó, no quería seguir en ese lugar, cuna de la inhumanidad, del odio y la desesperanza. Planeó su huida, treparía el muro del cuartel (revestido con vidrios de botella rota). Esperó pacientemente las tres de la mañana, hora en que la mayoría duerme y la oscuridad se hace mas patente; se levantó de su cama, se llevó consigo algunas pertenencias y emprendió su fuga. No fue fácil, pero lo logró, se sintió libre deambulando por las veredas de la ciudad, pensando en cómo llegar a su pueblo natal, a cuatrocientos diez kilómetros de ahí, se río para sus adentros mientras lágrimas en forma de felicidad emanaban de sus ojos tristes.


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