Einstein, era un perro singular, era un pastor catalán, de mirada tierna y tonos marrones en las orejas y en el lomo en un fondo blanco. Era como un hijo para mi amigo, el Dr. Emmett Brown. Y cuándo él viajaba hacia el futuro o el pasado en el tiempo, muchas veces me lo dejaba para que lo cuidara, como aquella vez, en el verano de 1990. Lo recuerdo bien, porque fue cuando vi a Einstein por última vez.
Salimos muy temprano de la casa del Doc en dirección hacia el supermercado de Hill Valley. De regreso nos topamos con una jauría de perros callejeros que querían atacarnos. Einstein saltó al frente con un vigor inusitado y todos los perros empezaron a atacarlo, traté de espantarlos con mis gritos, pero fue tarea imposible, sólo después de varios minutos lo dejaron y fui en su cuidado, tenía la pata derecha lastimada y manchas de sangre resaltaban en su cuerpo moribundo.
Lo llevé al veterinario lo más rápido que pude. Después de analizar a Einstein, el veterinario me dijo que tenía heridas muy profundas y era necesario y urgente una operación, le di el consentimiento para que procediera. Esperé tres horas infinitas hasta que por fin salió el médico y pronunció las mismas palabras ensayadas que se repiten en todas las salas de urgencia: hicimos todo lo que pudimos.
Salí meditabundo del establecimiento sin dirección, hurgué los bolsillo de mi casaca y saqué un candado, mis llaves y el collar en forma de estrella que le pertenecía a Einstein lo que me recordó que podíamos volver al pasado para evitar la muerte de Einstein, pero entonces no sabía las consecuencias que ello acarrearía.