—Gracias. Sin esto, no podría levantarme.
Con ayuda del cayado y su pie deforme, consiguió erguirse y continuar. Mientras cojeaba hacia la encrucijada, pensó en aquel anciano. Su cuerpo era débil y solo poseía sus ropajes, hechos jirones. Yacía solitario al borde del camino, esperando a la muerte. No obstante, se adivinaba en sus labios una sonrisa queda, ínfima. No parecía sonreír; era como si, por ausencia de inquietud, sus rasgos adoptaran esa disposición de manera natural. Recordó una antigua frase.
“El sabio anda vestido de harapos, mas en su pecho alberga una joya.”
Se giró hacia él.
—Anciano, ¿qué camino debo tomar?
—Deberás abrir tu propia vereda. Sin embargo, que la suerte no te pese, pues llegarás al mismo sitio. Mientras tanto, no encontrarás nada hasta que dejes de buscarlo.
Le observó una última vez y continuó.
Caminó durante el resto de su vida. Coronó montañas con amargura. Atravesó gargantas con alegría. Reunió bienes, amores, heridas y agravios que luego, invariablemente, perdió. Caminó hasta que su cuerpo claudicó. Entonces recordó las palabras del anciano y se tumbó junto a un árbol. Cerró los ojos, dejando ir lo poco que le quedaba, dejándole sitio a la calma.
Y así yació, viviendo una eternidad tras otra, hasta que oyó un ruido. Al abrir los ojos vio a un joven tendido en el suelo, cuya muleta se había partido e intentaba levantarse.
Le tendió su cayado.
—Ya no lo necesito.
El joven le miró con asombro.
—Gracias. Sin esto, no podría levantarme.