Con un abrazo amoroso a la muñeca que habÃa recibido de regalo la semana anterior por sus siete años, Ethel entró a la cocina y le preguntó a la madre:
— ¿Puedo ir a jugar a la casa de Aldana?
— Si se portan bien y cierran la puertita que da a la calle.
— SÃ, mami. Ella no tiene patio atrás. Jugaremos a servirles el té a nuestras hijas —dijo al levantar su muñeca y sin esperar, salió corriendo a la casa contigua donde ya la esperaba su amiguita.
Se saludaron y con amplias sonrisas comenzaron a organizar las tacitas, platitos y servilletas sobre la pequeña mesa. Ya sentadas las cuatro, Ethel preguntó:
— ¿Qué les servimos?
— Aquà en la tetera tenemos alegrÃas y en la panera, rodajas de suerte.
— ¡Ellas se pondrán muy contentas y serán felices! y… ¡Nosotros también!
Las nenas, como dos señoras serias, conversaban del tiempo, de la escuela y de sus juguetes, hasta que en un momento se posó bien cerca de la mesita, una paloma gris, pechugona y comenzó a picotear miguitas del suelo. Al minuto, las miró con pavor y levantó vuelo, pero al llegar a la vereda, cayó y no se movió más.
Asustada, Ethel tomó su regalo y corrió a contarle a su mamá lo que habÃa sucedido:
— Mami, mami, una paloma se equivocó y en lugar de comer migas de suerte, comió las de muerte y no pudo volar más.