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Gotham: un trabajo «químico» - J. Galdeano


Era una noche tranquila en Gotham.


Desde allí podíamos ver los enormes rascacielos en el centro de la ciudad —había pocos sitios desde donde no—. Titanes arrogantes, tan brillantes y perfectos… Unos dioses vanidosos hechos de metal y gobernados por peces gordos. En esa ciudad todos eran iguales: te miraban por encima del hombro, elegantes, tras su ejército de guardaespaldas y sus colonias caras. Si el plan salía bien, esos capullos no iban a durar mucho más.


Le dí una última calada a mi cigarrillo antes de tirarlo casi entero al suelo. Mi compañero —un novato al que me habían mandado supervisar— miró la colilla caer aparentemente confundido.


—Lo estoy dejando —dije—. Además, ya tengo bastante con respirar esta mierda.


Ronny —así se llamaba el novato— asintió con el rostro torcido. Una neblina enturbiada y de color amarillento había comenzado a levantarse rato atrás, dejando un sutil aroma en el ambiente a heces y huevos podridos. Aquel lugar no inspiraba mucha confianza. Menos aún con la jubilación tan cerca.


—Bienvenido a la puñetera Planta de Procesamientos Químicos Ace —murmuré para mí antes de soltar un buen escupitajo al cartel de la entrada.


Llevaba gran parte de la guardia estudiando a Ronny. Aunque se le veía firme y orgulloso, con el mentón alto y los hombros relajados, no podía tener más de veinte años.


—¿Qué te trae por aquí, chaval? —pregunté al rato—. ¿Qué edad tienes?


—Deudas… señor. Y tengo diecinueve años, señor. Recién cumplidos el mes pasado.


«Tiene la edad de mi hijo», pensé.


—Mi madre era prostituta y mi padre un «yonki». Cuando no estaba empinando el codo estaba sacudiéndonos a ella o a mí. —le dije, y él bajó la mirada—, te entiendo bien, chico.


—No conocí a mi madre, señor: murió en el parto. Y con respecto a mi padre… hace lo que puede. Últimamente es difícil conseguir empleo.


Chasqueé la lengua y pensé: «y que lo digas».


—Esta ciudad huele la necesidad —él asintió. Comprendía exactamente de lo que le hablaba—. No te fíes de nadie; te prometen convertirte en una estrella podrida de dinero y rodeada de chicas guapas, pero son un nido de víboras, corruptos y psicópatas. Una vez que entras… es difícil salir —aspiré los mocos y solté otro escupitajo, esta vez al suelo—, mírame a mí. —Él asintió nuevamente, me acerqué y le puse la mano en el hombro—. Mira… termina este trabajo, cobra la pasta y desaparece, chaval.


Poco después dieron las tres y encendí la radio: habíamos acordado dicha hora para el reporte por unidades. Todos contestamos a excepción de la unidad encargada del tercer piso y de la parte más importante: la Unidad Rubí.


—Libélula a Niebla, respondan.


—Aquí Niebla —contesté—, ¿novedades?


—Procedemos a barrer la zona de la Unidad Rubí —informó la líder de unidad—. Crono, diríjanse a la segunda planta para cubrir nuestras espaldas.


—¡Recibido, jefa! ¡En movimiento, chicos, moved esos culos!


En la radio se hizo el silencio y los segundos comenzaron a pasar con angustia. El Jefe tenía por seguro que el murciélago intentaría jodernos la fiesta, aunque todos pensábamos que exageraba.


—Aquí Libélula —sonó al cabo de un rato—, estamos en la puerta de la tercera planta pero aún no tenemos rastro de Rubí. Cuenta atrás para entrar. Tres, dos, uno… ¡joder!


Sonaron toses y arcadas a través de la estática.


—Aquí Unidad Crono, ¿qué ocurre?


—E-esto pinta mal. Hay rastros de sangre por todas partes… paredes, suelo… pero ningún cuerpo a la vista. —Su respiración era agitada; el plan comenzaba a joderse—. ¿Qué es esto?


—¿Qué ve? —pregunté.


—Hay una cápsula rota, la palanca de drenaje está bajada y el candado de seguridad está en el suelo. Alguien ha debido activarla y liberado lo que… —El sistema eléctrico cayó, y con él todas las luces—. ¡Mierda!


—¿Ne… tan… zos?


«Interferencias, qué casualidad».


—No… oí…, ¿Crono?


Estas cesaron, permitiéndonos escuchar con claridad un alarido inhumano y, poco después, disparos.


—¡Pero qué…!


Se hizo el silencio.


—¡Unidad Libélula!, ¡¿Qué ocurre?! ¡Respon…!


Un ventanal reventó y un cuerpo salió disparado; sus huesos crujieron al chocar contra el suelo, a pocos metros de nosotros. Le faltaba un brazo.


—¡Mierda! —dijo Ronny, sujetando con fuerza el rifle.


—Aquí Unidad Crono, vamos a entrar, estén… ¡joder, qué cojones es…!


La radio se llenó de gritos de dolor y peticiones de auxilio.


—Corre —susurré.


—¿Qué?


La pared de la tercera planta cayó, dejando visible una figura sobrenatural.


—¡Por tu difunta madre, chico!, ¡corre!


La bestia aulló tras nosotros.


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