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Érase una vez, un reino donde, naturalmente, vivÃa una princesita. Cómo no, acababa de cumplir los dieciocho. Ese dÃa, entre regalos y alegrÃa, apareció su tÃa madrina, aunque no hada, pero sà un poco bruja, y le dijo, Hermosina —asà se llamaba, pues sus padres eran más pedantes que imaginativos—, si llegas a los 35 sin marido, te quedarás sola y sin arroz. Hermosina rio. Su belleza irradiaba luz por la vereda que paseara. Si quisiera, podrÃa ser incluso la chica del tiempo de los noticiarios de fin de semana. Sin embargo, esa perfección hacÃa que los mozos no se atrevieran a cortejarla.
Cumplió los treinta, a dos velas aún, y decidió afear su aspecto para probar suerte. Pero por más que dejó de lavarse, por más grasas saturadas que tomara, por más harapos que vistiera, su percha y metabolismo de princesa eran.
Con su flor más inmaculada que un paquete de toallitas húmedas sin desprecintar, alcanzó la edad maldita. Entonces, entre peluches, sollozos y la ventana de su alcoba, apareció él.
Era prÃncipe, tremendamente apolÃneo e incluso calzaba como un elefante. Se enamoraron al primer atisbo; la quÃmica era evidente, y la fÃsica, anatomÃa... Las matemáticas no tanto, pero daba igual; eran guapos.
Se casaron, previa separación de bienes, y vivieron felices hasta que sus padres, movidos por un macabro impuesto que el pueblo gobernante aplicó a su soberanÃa, les recortaron la paga.
Y colorÃn colorado, este cuento ha de terminar; si no estos dos se acabarán por divorciar.