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Ilusión traviesa - Carlos Jaime Noreña


Voy andando bajo un sol caliente por las sombras de los muchos árboles de esta calle, absorto en cosas baladíes, cuando ella surge de la nada y me interrumpe. Me cautiva el océano de sus ojos que me miran sin verme. Cruza airosa a mi lado entre ráfagas balsámicas y arrastra mi vista tras de sí, para enloquecerme con la cumbia de sus caderas. Mis ojos ordenan a mis piernas dar la media vuelta y la sigo a prudente distancia mientras me marean dulces sensaciones.


La encantadora chica entra en un cafecito que me invita con un guiño cómplice. Antes de decidirme, la miro a través del cristal, tomándome un ratito para calcular mi estrategia, tiempo que aprovecha un muchacho para colarse; la aborda y es premiado con una mágica sonrisa. Me paraliza la decepción y no sé cuánto tiempo pasa hasta que sale sola y continúa apurada por el andén. Ya la estoy siguiendo de nuevo, pero un bus le abre la puerta y me la arrebata.


Nueva frustración y tardío impulso de abordar la máquina que ya huye burlona. Ahora mis pasos lentos me llevan sin ganas a mi morada solitaria, donde me sirvo un trago y me quedo ¿cuántas horas? componiendo fantasías con la chica evadida.


Llega un nuevo día, gris y tristón como mi ánimo, y voy por la misma calle con la mirada perdida, que súbitamente es capturada por la muy tibia de la diosa de la víspera. Ella está a la entrada de un centro comercial, indecisa, y yo me aproximo indagándole qué busca; me acepta el ofrecimiento y la acompaño a un puestecito donde compra una bagatela. La invito a un helado en el puesto vecino; lo degusto extasiado por la dicha de haber recibido aceptación.


No voy a relatar las encantadoras conversaciones, pero sí la embriagante felicidad que me invade cuando me acepta una rosa en la venta de flores por donde maliciosamente la hago pasar. Ya para salir de la bulla de ese comercio, me dice que debe dejarme para proseguir su camino pero, a la altura que he llegado, ¿cómo voy a caer? Angustiado buscando algún recurso, una lluvia cómplice me induce a abrir el paraguas y atraerla a mi lado para llevarla; ella me indica, con resignación, una parada de buses. Las gotas que nos rodean son alegres y cantarinas; el gris de la tarde es rosado para mí; el andar de mi compañerita es música. Avistamos la parada, donde un hombre joven, casi tan bello como ella, la reconoce con una amorosa mirada y luego ella me abandona con un “hasta aquí llego, gracias”.


Saluda al hombre con un cálido beso en los labios, le obsequia ¡mi rosa! y se van juntos, prácticamente danzando bajo el agua. Cierro contrariado el paraguas y las crueles gotas que me empapan son llanto desconsolado; el gris del atardecer es negro fúnebre; la noche que se aproxima, un sepulcro.

*




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