En mitad de la ventisca, la anciana, con las piernas agarrotadas de tanto caminar, se dejó caer en medio de la angosta vereda que descendÃa de la montaña. Mientras una desvencijada puerta surgÃa de la bruma, sucumbió a los recuerdos en su blando lecho de hojas y nieve.
Vio salir el sol y, entre el trajÃn de bestias y palafreneros, palpó la alegrÃa de los viajeros que partÃan por el portón que miraba al valle. Corrió tras ellos, con pasitos de niña, sintiendo, año tras año, crecer la curiosidad por cuanto la rodeaba: árboles arrogantes que trepaban al cielo, arroyos confiados que llenaban el bosque de música o insectos de colores llamativos.
Se vio crecer y, ya mujer, dejar atrás el recuerdo de sus padres muertos. Cruzó desiertos abrasadores y abigarradas ciudades; sintió el mordiente del hambre y vivió rodeada de siervos; conoció el afecto, el desengaño y el gélido filo de la soledad... Hasta que la fatiga y los inviernos acortaron sus pasos haciéndolos lentos y vacilantes.
Pero nunca miró atrás ni dejó de buscar la suerte que siempre aventuraba más allá.
Por último, vio a caminantes exhaustos llegar por la misma vereda, a la misma puerta que ahora se abrÃa ante ella. El silencio y la noche se filtraban a jirones entre las copas de los árboles. Confusa, quiso levantarse y pedir ayuda, pero sus músculos no respondieron y su voz se ahogó en el aire. Solo entonces, supo que habÃa llegado.