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LENCERÍA, EL BALDRAGAS, UN SEÑOR ORONDO Y LA RUBIA DEL PIANO DE COLA (C) - ISAN- (R)



Aquel rostro me resultó conocido. En cuanto me vio gritó entusiasmado a bastante distancia: “Mariano, un abrazo”. Salía del baño público sacudiéndose las manos. La duda era si lo hacía —lo de sacudirse— porque faltaba papel o toalla, así que, presa del espanto, me refugié en el comercio que tenía al lado como si no hubiera advertido su presencia. El fulano, cuyo nombre no recordaba y dudo que consiguiera hacerlo, no me siguió.

La tienda resultó ser de lencería fina. Francamente, desconocía la utilidad de algunas prendas a cada cual más extraña. Estuve un buen rato aparentando interés mientras hacía tiempo. Hasta que supuse que el tipo lerdo se habría aburrido con la espera. Me gasté lo que jamás habría imaginado en comprar unas picardías “para regalar a la esposa”, naturalmente inexistente. Algo tenía que decir que justificara el dispendio. Cuando salí, a mi derecha no había nadie. A mi izquierda lo primero que vi fue una sonrisa de oreja a oreja y unos brazos abiertos. Sujeté el paquete delante del pecho para evitar el abrazo aún a riesgo de aplastarlo, pero no pude esquivar la palmada en la espalda que casi me derriba.

—¡Hay pillín, pillín! Tu siempre tan picarón —soltó mientras me golpeaba el costadillo con el dedo índice—. ¿Qué, alguna lagartuela rondando? Porque tú jurabas que el matrimonio no era lo tuyo. Además, me lo dijo Agustín.

—¿Agustín…?

—¡Jodé, macho!, Agustín Benjumea, del de los petardos... ¿Capichi?

—¡Ah, vale! El de primero de bachiller que desapareció a medio curso.

Ya no me acordaba de ese capullo. Al tiempo me enteré de que lo habían enchironado por reventar un cajero. Así que quien tenía enfrente debía ser el otro capullo que le bailaba el agua. Toda su vida fue un baldragas y estaba claro que seguía igual.

Me ofreció unos dulces en forma de bola con aspecto de golosina “que no podía rechazar”, dijo con satisfacción. Crujiente al principio y pegajoso al masticarlo. En esas condiciones me resultaba imposible articular palabra. Mientras, trataba de despegar los dientes a base de muecas inverosímiles y movimientos de cabeza absurdos, dándo apariencia de aprobación a la sarta de estupideces que oía. Hasta que estuve en disposición de responder.

—Mira, como te llames. No me interesa nada lo que dices. Si quieres dar la vara a alguien le llamas al Benjumea de los cojones, si no la ha palmado, y os vais los dos a la mierda.

Con el ánimo encrespado doblé la esquina y me metí por la primera puerta. No tuve que abrirla. Un portero con librea me franqueó el paso con una leve reverencia. Me senté en un butacón de cuero al fondo del local. Antes de terminar de limpiar la dentadura del pringue, se acercó un camarero de ademán comedido, vestimenta impecable y una servilleta reposando en el antebrazo izquierdo. “Dónde coño me he metido” —pensé—. Su sonrisa era fácil de interpretar.

—Un whisky de la casa. —balbucí a duras penas.

El camarero se alejó con una sonrisa diferente. No daba lugar a equívocos. Se descojonaba de mí. En el centro del pub una pianista rubia, impresionante, desgranaba la Sonata nº 11 de Mozart. Mi preferida. Si hay algo que me pudiera relajar, era esto. Entorné los ojos.

En estas estaba, embelesado con la música y paladeando un whisky nunca soñado. No me percaté de que se acercaba un señor orondo, elegante, con un vaso en la mano.

—¿Me permite? —preguntó mientras posaba su mano en el respaldo del sillón de enfrente.

Bastó un leve ademán para que el individuo se repantingara. Sin tiempo de presentaciones me encontré disertando acerca de la volatilidad de los mercados financieros de futuro con un tipo fatuo, encantado de conocerse. Hablamos —más bien era él quien discurseaba— del mejor lugar para pasar el invierno, sobre las artimañas de los empleados escaqueándose del trabajo o del punto crítico en la fusión de metales. Ningún tema de esos me interesaba. Una sutil corrección mía a una nimiedad —más insinuación que otra cosa— hizo que el perdonavidas cambiara su paternalismo para conmigo. Transformó como en un fogonazo la condescendencia en displicencia. Había leído que a los engreídos no les gusta que les corrijas. Ellos siempre estarán por encima. Jamás reconocerán error alguno y te lo harán pagar con el máximo desprecio.

Me pimplé de un trago la bebida, me acerqué al piano de cola y dejé la bolsa de lencería a su lado. Mientras salía, dije al camarero sin volverme:

—Pagará el caballero.


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