“Mañana será mejor”, decía siempre mi abuela, como un hechizo contra las desdichas del futuro. Cuando tenía diez años, el destino me sustrajo de mis padres gracias a un accidente de tránsito; ella sin vacilar un instante, nos adoptó, a mí y a mi hermano menor, jamás la vi de mal humor o abatida, en esos meses aciagos o años ulteriores.
En la flor de mi adolescencia, el destino me presentó a la frugalidad irrecusable, no teníamos fuerzas ni para comer, el hambre devoraba nuestro cuerpo y nuestro espíritu, pero ella, impasible, nos demostró que incluso en las peores contingencias se podía ser feliz.
Cuando ingresé a la universidad, sin trastabillar rompió su alcancía y me dio los ahorros de su vida, veía en su rostro, lágrimas inconfundibles de regocijo —como cuando se hace una acción buena—, jamás conocí a un ser más solidario que mi “mamá Faustina”, que, es como la llamábamos de cariño.
En su último cumpleaños, le organizamos una gran fiesta —no todos los días se cumplen setenta y cinco años—. Al término de la ceremonia, me confesó que padecía cáncer de estómago, que había vivido más de lo que hubiera soñado cuando joven, que no le temía a la muerte, pues “cuando uno es viejo, el descanso es desiderable”, me dijo. Detrás del velo de sus palabras no notaba una pizca de tristeza o arrepentimiento, sólo veía amor, ternura y satisfacción.
¡Cómo envidiaba su carácter!, ¡y cómo la envidio ahora más que nunca!, mientras lágrimas saladas recorren este, mi último escrito.