Sentado en el balcón, con el segundo café de la mañana, pienso en todo lo que hemos pasado hasta ahora; hoy superamos la barrera psicológica que supone el día treinta y dos de confinamiento: más de un mes sin poder salir de casa. Al principio pensábamos que esto duraría dos semanas, ahora, hemos aprendido a vivir al día.
El mundo humano está en pausa, pero la naturaleza ha seguido su curso, y la primavera explotó. No se recuerda un año con tantas flores como este; los parques están espectaculares. Sin embargo, no hay nadie que pueda disfrutarlos.
Sin gente que pise la hierba y ensucie las calles, los animales viven a sus anchas en las ciudades. Se han llegado a ver incluso algunos insectos que se creían extintos. Para que luego me digan que no somos la mayor plaga del planeta.
Un ruido a mi derecha me hace girar hacía allí: es la vecina saliendo al balcón, me saluda y se sienta en su incómoda silla de madera.
—¿Ya es la hora? —pregunto sorprendido.
Asiente y en ese momento ella aparece. Está radiante. Lleva el pelo recogido en una coleta alta, aunque un mechón rebelde se ha escapado y le cae por la cara. Se lo recoge detrás de la oreja con un gesto automático, y sonrío al verla. Estoy seguro de que no se ha dado cuenta de que es el mismo mechón de siempre, ese que hace que sus fuertes dedos lo aparten y continúen su camino por el cuello hasta llegar a la pronunciada nuez de Adán.
Me mira al entrar en el salón y pone un gesto de desconcierto al ver mi sonrisa.
—¿Tengo algo en la cara? —Su grave voz resuena en la habitación y yo niego con la cabeza—. ¿Entonces?
—No importa —respondo encogiéndome de hombros—. ¿Vas a empezar ya? La gente está esperando.
—¡Sí, Penélope! ¡Dale a las teclas!
Varios vecinos han salido a los balcones. Son más que ayer, pero no me extraña: esta media hora que nos regala cada día es lo más esperado en el barrio. Casi tanto como el aplauso de las ocho de la tarde.
El sonrojo en sus mejillas es enternecedor, la vergüenza le puede, y sé que si no fuese porque tocar es su válvula de escape, ya habría salido corriendo para esconderse debajo de la cama.
Se sienta delante del piano, levanta la tapa y se yergue en la silla. Cierra los ojos, respira profundo y pone las manos encima de las teclas sin llegar a tocarlas. Cuando los vuelve a abrir comienza el espectáculo.
Sus grandes dedos acarician el piano arrancándole emotivas melodías. Las notas viajan por la habitación y se escapan hasta llegar a los oídos de todos los que la escuchan expectantes.
Cierro los ojos, me apoyo en el respaldo y dejo que la música me envuelva. Me lleva lejos de allí, muy lejos del caos del mundo real y del ruido de mi cabeza. Durante unos minutos el miedo a la incertidumbre, el hastío y el aburrimiento quedan a un lado. En su lugar se cuela de puntillas un sentimiento de paz. Lo hace poco a poco y a hurtadillas, como si no quisiera ser descubierta.
Cuando su voz se une a la melodía del piano, me doy cuenta de las lágrimas que bañan mis mejillas. La miro hechizado por la magia de su música. Ha vuelto a cerrar los ojos y se mece en la silla al son de las notas. Es todo sentimiento, y con cada toque sobre el piano, las emociones fluyen de su cuerpo. Paz, sosiego y tranquilidad: todo saldrá bien.
El ritmo de la canción cambia poco a poco, se vuelve más alegre y dicharachera. La melodía es pegadiza y desde los balcones la gente comienza a aplaudir al compás de la música. Cantan alegres, despreocupados por unos minutos; y su risa, grave y cristalina, se une a ellos.
Físicamente no podría alejarse más de mi ideal de mujer, pero la quiero con locura. Su positivismo es contagioso, igual que este bicho.
Al acabar el concierto sale al balcón. Los vecinos la ovacionan como si de la mayor estrella se tratase y ella responde con una tímida sonrisa. Después de que el último de los aplausos muera, acaba la actuación con esa frase que se ha convertido en su seña de identidad y a la que todo el mundo responde al unísono:
—¡Ni cuerpo que lo aguante!
Ya queda menos.
¡Resistid!
Hola, Irene.
Bonita demostración de cómo pasar estos días interminables. Me gusta como reflejas los detalles, un mechón rebelde se ha escapado, el sonrojo en sus mejillas es enternecedor, las notas viajan por la habitación y se escapan.
El secreto de escribir bien es que no se note que estás escribiendo si no que se sienta muy dentro.
Un abrazo
charo (29)
Hola Irene, gracias por comentar mi relato. En el tuyo me gustaron mucho las descripciones que utilizaste que nos hace imaginar el ambiente en el que se desarrolla la historia. Realmente esta es la nueva normalidad, el volver a apreciar lo hermoso y sencillo de la vida, alejados del corre, corre diario, al que estábamos acostumbrados.
Hola Irene.
Me ha encantado tu relato. Con mucha ternura tratas al-la pianista (me quedan algunas dudas con relación al sexo) pero me encanta que con total delicadeza dejas de lado ese detalle para pasar a su pasión.
Me enterneció lo del sonrojo de sus mejillas, XD para mí.
Mis saludos.
Hasta la próxima propuesta.
Laura (32)
Hola Irene.
Me ha encantado tu relato. Con mucha ternura tratas al-la pianista (me quedan algunas dudas con relación al sexo) pero me encanta que con total delicadeza dejas de lado ese detalle para pasar a su pasión.
Me enterneció lo del sonrojo de sus mejillas, XD para mí.
Mis saludos.
Hasta la próxima propuesta.
Laura (32)
Hola Irene.
Me ha encantado tu relato. Con mucha ternura tratas al-la pianista (me quedan algunas dudas con relación al sexo) pero me encanta que con total delicadeza dejas de lado ese detalle para pasar a su pasión.
Me enterneció lo del sonrojo de sus mejillas, XD para mí.
Mis saludos.
Hasta la próxima propuesta.
Laura (32)