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"Outlander: Frank me busca" - Menta


CAPÍTULO IV


Antes de quedarme profundamente dormida, todas las noches pensaba en Frank. Las lágrimas venían a mis ojos y la tristeza a mi corazón.


Me ponía en su lugar y sentía la angustia y el desconcierto que estaba viviendo por mi inesperada ausencia.

Deseaba que se cumpliera mi deseo: “Si le mando mi amor, algo de mí misma le llegará y le tranquilizará”.


Sabía que me estaría buscando por todas las tierras altas de Escocia. Lo imaginaba acompañado de su amigo el vicario Reginald Wakefield haciendo deducciones lógicas de mis últimos movimientos. Sabían que yo había ido hasta la colina de las piedras, porque la noche anterior había comentado mis planes a Frank:


—Mañana iré otra vez a Craigh na Dun. Me arrepiento de no haber cogido aquellas flores azules que vimos junto a la roca más alta. Me gustaría tenerlas en mi herbario. Me dijo el señor Crook que su cocción alivia el reúma y esto me parece muy interesante para ti. Dentro de muy poco empezarás con dolencias de este tipo y deberé cuidar a mi anciano marido.


—¡Cómo que anciano!


Me cogió por la cintura para hacerme cosquillas. Me revolví entre sus brazos para librarme, pero fue inútil.

Acercó su boca a mi oído y susurró:


—Solo te llevo ocho años… y como las mujeres envejecen antes que los hombres, creo que compartiremos también estas dichosas plantas.


Después, me cogió en brazos y me llevó a la cama; con delicadeza deshizo el lazo que cerraba mi bata y mirándome muy serio, me confesó:


—Quiero compartir un hijo contigo…


Recordando la noche anterior a mi “viaje” me quedé dormida entre sollozos.


Horas más tarde me desperté angustiada. Tenía las almohadas mojadas por las lágrimas y recordé los detalles del sueño que había tenido con mi marido:


“Frank estaba en el despacho del vicario mirando el tablero donde días antes había colocado los esquemas de su árbol genealógico. Había conseguido nuevos datos de sus ascendientes en los archivos municipales y los había incorporado. Pero ahora, todos esos folios estaban tapados por otros en blanco: los dos hombres habían empezado una nueva investigación que habían llamado: Desaparición de Claire.


Las notas del día de mi desaparición estaban anotadas en un papel. El señor Wakefield las leyó en voz alta:


—9:00. Claire se despide de la dueña de la pensión y sale del edificio.

13:30. Frank y yo llegamos a Craigh na Dun. Recorremos el círculo de piedras y todos los alrededores. Ella no estaba. Encontramos el coche bien aparcado en la entrada del camino de la finca del señor McMillan. El candado no estaba forzado. Hallamos en el asiento de atrás del automóvil la gabardina, el paraguas y el gorro de lluvia de Claire. Seguimos buscándola. La llamamos a gritos.


Frank volvió a las piedras y buscó otra vez las flores azules cerca de la gran roca. De rodillas y acercándose al suelo notó que algunas plantas habían sido arrancadas no hacía mucho tiempo. Empezó a gritar desesperado:


—¡Claire! Nadie le contestó y sintió un vacío dentro que le hizo pensar que ella le había abandonado y se había ido con otro. En un ataque de celos, se apoyó sobre la piedra entre sollozos.


De repente, todo le daba vueltas. Notó como si se estuviera cayendo en un pozo muy profundo; al llegar abajo se despertó y frente a él, de espaldas, vio a un hombre disfrazado de soldado antiguo. Se incorporó, pero inmediatamente notó la fina punta de una espalda apretando la boca de su estómago. Miró a su agresor y se asustó, porque se vio a sí mismo empuñando la espada y vestido como un capitán de dragones del ejercito inglés del siglo XVIII.


Entonces, preguntó:


—¿Quién es usted?


—Soy Jonathan Randall. ¿Y usted quién es?


Frank se echó a reír al conocer a su familiar que había vivido hacía 200 años. Se volvió a la piedra y se apoyó en ella. De repente, todo le daba vueltas, sintió como si se estuviera cayendo en un pozo muy profundo y al llegar abajo se despertó.


¿Qué le había pasado? Había tocado la roca y se había sentido fatal.

¿Habría perdido el sentido? ¿Habría soñado con su doble?


Seguramente le había sentado mal la comida.


Cuando volvía a la pensión de la señora Baird ya era de noche, pero sólo se veía en el cielo una sola estrella que brillaba con intensidad, y pensó en Claire. Le mandó su amor allí donde estuviera.


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