Estoy en casa. Llevo casi diez meses sola, confinada, sin salir a la calle. Dicen que soy persona de riesgo y que no debo exponerme a infectarme con ese maldito virus al que le han puesto hasta nombre propio y tiene más fotos que una “influencer”. Intento no desmoronarme y caer en una depresión. Me he dado cuenta que la actividad es el antídoto de la tristeza.
Como ya limpié perfectamente toda la casa y como decía mi madre, se pueden comer sopas en mis suelos, decidí seleccionar y ordenar las fotos que tengo en el ordenador. Pensé que era un trabajo asequible, pero estaba muy confundida; tengo fotos de hace unos veinte años. El problema está en que empiezo, pero no avanzo porque me entretengo recordando el momento en que hicimos esa foto; reconozco a las personas que nos acompañaban; algunas no he vuelto a pensar en ellas.
He llegado a la conclusión de que en nuestras vidas aparecen en muchas ocasiones personas que son figurantes, como en una obra de teatro; aparecen para ambientar la escena, pero no dejan ninguna huella en nosotros. No me he puesto triste, la vida es así.
Dentro de pocos días empieza la Navidad y he pensado: «debo hacer una buena acción».
Pero he dejado la filosofía y el misticismo a un lado cuando he visto la serie de fotografías que nos hicimos en la fiesta de cumpleaños de Ramona. ¡Qué risa, estamos todos geniales!, ¡qué recuerdos tan divertidos!
Cuando estaba tan contenta pasando las fotos de una en una, y recordando… me he preguntado, «¿qué tal estará Ramona?» Una ola de cariño me ha envuelto y ahogado. He sentido la necesidad de comunicarme con ella y darle las gracias por no ser un figurante en mi vida. Entonces, me he decidido a escribirle una carta, en la que, entre otras cosas, le he dicho:
“Hoy por la mañana he visto las fotos del día de tu cumpleaños, aquel que nos vestimos con las prendas que habíamos cortado y cosido en tu taller bajo tu exigente disciplina.
¿Te acuerdas de la bata que le hizo Carmen a su marido? Todavía no entiende cómo le tomó las medidas, porque las mangas quedaron un palmo más cortas de lo que debían.
Carmen nos contó que le había dicho a su marido:
—Las batas de los hombres casados, y más los que ya tienen hijos, se hacen con las mangas cortas porque así se pueden recoger y lavar las tazas del desayuno sin que se mojen los puños.
Su marido se rio de la disculpa y la besó.
¿Y qué me dices del vestido que le hice a Bea, la hija de mi amiga Pía? Me moría de risa con tus comentarios mientras dibujábamos el figurín en el papel de seda.
—¿Tu amiga quiere un vestido que sea un muestrario? Dile que elija solo dos complementos. Una sola prenda no puede tener tantos adornos: jaretas, lazos, botones, guipures, puntillas valencienne, pompones, canesús, drapeados, ojales y cremalleras.
El vestido solo llevó unas jaretas y unos bordados. Quedó tan bonito que su madre le compró unos zapatos celestes haciendo juego con las flores de la tela.
Seguro que has olvidado lo que le decías a Pilar cuando se empeñaba en aprovechar retales que tenía en su casa del año catapún. Las llevaba al taller y tú los veías, fruncías la nariz con desagrado y le insistías en que debía lavarlas y plancharlas bien.
—Para cortar, deben estar muy prolijas.
Concentradas cada una en nuestra labor oíamos lo de “prolijas”, pero no te preguntábamos qué era eso, porque si levantábamos la cabeza, perdíamos puntada. Al final de la clase nos explicabas lo que quería decir.
Todavía cuando veo a mi marido detrás del cristal diáfano de la ducha, y después, salir del cuarto de baño, limpio, perfumado y repeinado, le digo, a la vez que me acerco sonriente:
—¡Qué prolijo!
Gracias Ramona, nos enseñaste a coser, pero también muchas palabras de las que habías aprendido en Argentina en los veinte años que estuviste allí. Nosotras las hemos integrado en nuestro vocabulario”.
Me he despedido muy cariñosa. Le he prometido que cuando termine esto de la pandemia iré a verla a su Residencia de Mayores de Galicia.
Me pregunto si se acordará de mí y de todo lo que le cuento.
Me he echado a llorar, por ella, por mí, por todos.
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