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Saga del elfo oscuro: El último cielo - Mario Fernández


Drizzt observaba las estrellas.

Sabía muy bien que era la última vez que disfrutaría de aquel espectáculo natural. En sus cuatrocientos años viviendo en la superficie, ninguna noche estrellada se libró de su atenta admiración. Pero aquello estaba apunto de cambiar. Su camino le llevaba a los túneles de la Antípoda Oscura.

De nuevo a los túneles.

Hubo un tiempo en que creyó haberse librado por fin de la macabra influencia de Menzoberranzan, su ciudad natal. Sentía haber roto el candado que fijaba las cadenas de la influencia de su familia. Había conseguido que sus hazañas hablasen más que el color de su piel. ¡Qué equivocado estaba!

Sus reflexiones no le impidieron detectar la presencia que se había acercado por su espalda.

—¿Aún estás aquí, elfo?

La voz familiar le arrancó una sonrisa. Probablemente de las últimas sonrisas que albergarían sus oscuras facciones. Aquel enano era hijo de su padre. Como si Bruenor nunca se hubiese marchado. Drizzt se giró para mirarlo.

—Ya me voy, descuida —contestó, siguiéndole el juego.

—¡Bah! Voy a coger a quinientos de mis chicos e iremos contigo a ese agujero. Echo de menos hundir mi hacha en el lomo de tus compatriotas.

—Debo ir solo, Dagna. Ya lo sabes.

El joven rey enano soltó un bufido, pero asintió. Merecía el trono de Gauntlgrym tanto como su padre, y Drizzt sabía que el clan Delzoun prosperaría bajo su reinado. Lanzó una última mirada al cielo, despidiéndose en silencio de la superficie. Dio media vuelta y se dirigió hacia la pequeña entrada en la montaña que le llevaría a la inmensa red de túneles que formaba el submundo de la Antípoda Oscura.

—¡Elfo!

Drizzt se volvió para ver las lágrimas que surcaban el rostro del recio enano.

—Ha sido un honor caminar estos años junto a ti. No permitiré que Faerun olvide quién fue Drizzt Do’Urden.

Los ojos color lavanda del elfo oscuro también se humedecieron. Drizzt hizo una reverencia.

—Gracias, mi Rey.

No hicieron falta más palabras.


Cuando entró en el túnel ya no existía la melancolía ni la pena. La salvaje Antípoda Oscura no permitía ese tipo de distracciones. Para sobrevivir en la Infraoscuridad, Drizzt debía convertirse en un cazador.

Avanzaba en completo silencio por los túneles de roca guiándose por el olfato y las vibraciones del suelo. Había nacido en aquellos pasadizos y recovecos. Sus ojos le permitían ver a través de la oscuridad absoluta como si se tratase de una noche de luna llena.

Estaba en su elemento.

Detectó un poco más adelante un grupo de unos quince seres. Por el olor, orcos. Pero Drizzt no aminoró su silenciosa marcha. Acarició sus cimitarras. Icingdeath y Vidrinath, sus más devotas compañeras. Las necesitaría con frecuencia para llegar a Menzoberranzan, donde las Madres Matronas le esperaban con la daga de sacrificio en la mano.

Mientras desenvainaba sus cimitarras, dejó escapar un suspiro de resignación.

No debía poner a prueba su paciencia.


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