Durante los veranos de mi infancia y adolescencia, vivíamos en una casa de amplios ventanales orientados hacia el este, donde el viento era una constante.
A menudo, mi madre se quejaba de dolores de cabeza. Le echaba la culpa de su nerviosismo al fuerte viento. Ordenaba "cierra la puerta y las ventanas" para procurar amortiguar el sonido del ulular del aire. En cambio, yo, siempre tenía las persianas levantadas para recibir el amanecer. A menudo me despertaba unos minutos antes de la que la luz y el aire inundara mi cuarto dispersando las sombras de la noche.
El olor del café y del pan tostado aún permanece encadenado en mi memoria a la casa de la playa de San Borondón, y sobre todo, al recuerdo de mi padre. Casi siempre desayunábamos juntos, éramos los dos únicos madrugadores en una familia de marmotas. Solíamos tostar dos largas rebanadas de pan “a punto de oro; las untábamos despacio de mantequilla hasta que esta se derretía impregnando el pan caliente, añadiendo un poco de mermelada de naranja con su grado justo de amargura y dulzor.
«Una mezcla perfecta». Es lo que me gusta imaginar que diría él.
«Como la vida». Es lo que a mí me hubiera gustado contestar. Sin embargo, en silencio, nos limitábamos a contemplar cómo se levantaba el día a través del abierto ventanal asomado al mar.
Sobre nuestra mágica playa de San Borondón corrían muchas historias, entre otras, que por estas costas de fuertes corrientes y vientos, encontraron tiempo ha, un trozo de madera, y en ella grabado en latín esta leyenda: “Hic Blandanus magnae Abistinentiae...”, lo que viene a decir, por aquí anduvo san Borondón, varón de gran abstinencia.
Un día mi padre me llevó a la iglesia de Santa Ana para que comprobara que la placa existía. Tuvo que pedir permiso al arzobispado, quien accedió con la prohibición expresa de no fotografiar nada. Y ahí estaba la reliquia protegida en un cofre metálico con frontis de cristal. El viejo madero corroído por los siglos y el tiempo que estuvo a la deriva en el mar, contaba que sí, que san Borondón, o Blandanus, anduvo y estuvo aquí, ahí, allí, y allá (no recuerdo los nombres de los muchos lugares), y añadía en compañía de san Maclovio, san Malo, y otros monjes. Los manuscritos contaban sobre los procesos de la inquisición contra quienes osaban decir que existía la ínsula de San Borondón; algunos navegantes incluso afirmaban haber estado en la quimérica isla. Leíamos y mirábamos los dibujos y grabados pasando las vetustas páginas, con mucho cuidado y con las manos enfundadas en guantes. A nuestro lado un bedel, o guardián, custodiaba los viejos legajos y nuestra manera de tratarlos.
Mientras desayunábamos, amanecía sobre la playa de San Borondón, a mí me parecía ver más allá del arrecife y de la doble silueta refractada de una barca, el perfil del monje subido al lomo de una ballena celebrando misa de Pascua, tal como contaban los viejos libros del museo episcopal: “Hubo un tiempo en que se extendió la idea de que hacia poniente, no lejos de La Gomera, se alzaba otra isla de contorno triangular a la que muchos llamaron La Inaccesible, La Velada, La Non Trubada, La Encubierta, La de San Borondón, rodeada de celajes y encajes de bruma para no ser descubierta, rica sus orillas de púrpuras y sus valles frondosos pletóricos de árboles de frutos maravillosos, de troncos tan anchos que ni tres monjes juntos abarcarían sus perímetros”.
—Mira hija, ahí están de nuevo los delfines —señaló mi padre el horizonte marino haciendo desaparecer de mi mente fantasiosa al quimérico fraile con su larga barba flotando al viento. En su lugar los calderones y delfines recortaban saltos sobre el mar en su paso obligado hacia las Azores. Sus ahusados cuerpos brillaban tanto bajo el incipiente sol como si fueran de oro.
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