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Cuando suceden estas cosas, la gente nunca piensa en las razones que te llevaron a hacer algo así. Acaso no saben que la mente es débil. Que me diga alguien si no se subiría a una mesa si viera un ratón, o quién no se desmayaría si una serpiente venenosa saliera de debajo de su silla. ¿Y quién no desesperaría si cada mañana su mujer o su marido le hiciera la misma pregunta?
¡¿Qué demonios hiciste ese día que no llegaste?!—te lo preguntan todos los días a las siete de la mañana, aprovechando que estás medio dormido.
Y tú, respondes lo mismo, porque es un reflejo ya condicionado, pero tu pareja insiste y te echa a perder las mañanas de una semana, de un mes, de un año y, cuando ya estás hasta la coronilla de su conducta absurda, empieza la presión psicológica del silencio y así toda la vida.
¿Qué persiguen con esas preguntas? ¿Creen acaso que, si has cometido alguna infidelidad, lo vas a confesar? ¿No entienden que eso es estúpido? Primero, porque si reconoces tu error, aceptas dos cosas, una, que eres un idiota, y, dos, que te has portado como un cerdo y no te lo perdonarán, además usarán esa confesión para humillarte y chantajearte siempre. “¿Recuerdas eso que me hiciste? En comparación contigo, yo jamás lo haría”. ¡Aja, eso es lo que creen! Pero si lo hacen, te dirán que ha sido una leve equivocación. Ellas siempre tienen el recurso de explicarlo con sus sentimientos. “Estaba desesperada, no podía soportar la presión emocional, tu no me ayudabas y caí”. Muy simple, pero prueba decirlo tú y ya verás.
A todo esto, quiero contar por qué lo hice. No me justificaré diciendo que estaba en una situación de afecto o locura momentánea, no, aunque cualquier psicólogo diría lo contrario. “Pero, señores ¿cómo va a soportar una persona una tortura psicológica así? En la práctica se ha comprobado y ustedes mismos deberían experimentarlo para así poder juzgar con razón. Háganlo y verán los resultados”.
Sí, sí, en efecto, la sociedad, al menos la mía y no la de mi pareja, nos ha educado de una forma absurda. Nos han condicionado a vivir con el temor de los accidentes y circunstancias de la vida, queremos estar seguros al cien por ciento, gozar de una vida feliz sin contratiempos. Toda condición adversa por defecto es una tragedia. ¿Te han pagado? ¿Has llegado bien? ¿Han aceptado el proyecto? ¿Te han puesto buenas notas? Pero, si la respuesta es no, entonces nos ponemos a temblar: ¡Oh, Dios! ¿qué vamos a hacer ahora?!Es horroroso!!Qué injusticia!
Mi mujer creció en otra sociedad. Era muy directa y no tenía maneras. Preguntaba con tono agresivo. Siempre le había dicho que fuera menos explícita, que usara palabras más neutras, pero era imposible. Tenía en las venas esa herencia de su padre obrero. Le parecía que decir tacos era lo más normal y, si los hubiera dicho en su lengua, todo habría ido bien; pero adoptó los nuestros y sonaban demasiado ofensivos con su pronunciación.
Le pedí que no me los dijera en público, que lo pronunciara en su lengua si quería desahogarse, pero no lo hizo, al contrario, se obstinó en martirizarme. Se unieron muchos factores y ya no me pude contener. Hice mi plan. Ella quería hacer un viaje por Europa, cenar en París bajo la luz de la Luna, subirse a una góndola y dar un paseo en Venecia, navegar por El Mediterráneo y revivir el amor que se nos estaba muriendo.
Compré el paquete turístico, me lo gasté todo, le compré ropa, zapatos, perfumes, bolsos, todo lo que consideró adecuado para su viaje. Al principio se le olvidaron sus quejas y empezamos a disfrutar realmente del tour. La comida, el vino, los lugares espectaculares, todo nos encantaba. En la intimidad volvimos a disfrutar y estábamos bien, pero la naturaleza humana es muy rara. No estamos acostumbrados a ser felices de verdad, por eso comenzaron otra vez los pleitos. No había causas justificadas, era solo que nos habíamos acostumbrado a reñir y eso me llevó a matarla.
No entraré en detalles. Fue un momento raro, traté de calmarla, le di un golpe y se estrelló muy fuerte, la cogí del cuello, pronto noté que no respiraba. Metí su cuerpo en el maletero y me esfumé. La policía comenzó a seguirme. Sabía que no tenía escapatoria. Volví al escenario del crimen, esperaba que me arrestaran, pero la cerradura no abría. Salté por la ventana.
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