La vereda que lo llevarÃa a la antigua casa estaba bordeada por altos nopales en flor que le recordaron los paseos con su abuela por aquel monte. SalÃan muy temprano, antes de que el sol empezara a caldear la tierra, y volvÃan con la canasta llena de dulces, pero espinosas tunas que ella con gran habilidad limpiaba para todos. Era la época en que aún no lo habÃa tentado el deseo de probar suerte en otros sitios, ni se paraba junto al terraplén para ver pasar los trenes de carga pensando en la alegrÃa de volver en coche como un gran señor y decirle a su abuela "mira lo que te he traÃdo" y dejarle caer sobre el regazo todos sus regalos.
Se detuvo un momento para secarse el sudor con el gastado paliacate y sacudirse un poco el polvo de su vieja camisa vaquera. Los zapatos, casi nuevos, le molestaban mucho, pero los compas se los habÃan regalado para que no asustara a la familia llegando asÃ, tan desarrapado.
Le costaba trabajo recordar cuántos años habÃa pasado tan lejos, cuidando huertas ajenas para que otros las disfrutaran. Esperando siempre el momento de hacerse rico para escribirle a la abuela unas lÃneas anunciándole su regreso.
Al torcer el último recodo del camino, se le abrió el horizonte y vio la casa que todavÃa luchaba por mantenerse en pie. Pero no se oÃa venir ni una sola voz.