HabÃa una vez en un paÃs amigable, un bosque que era visitado por turistas ya que los árboles grandes y los pequeños, ofrecÃan sombras refrescantes y frutos sabrosos, también habÃa simpáticos pastizales que eran peinados por las brisas y flores multicolores dispersas a las veras de las sendas y asÃ, entre todos, completaban el decorado del paisaje encantador.
Los animales que allà vivÃan eran muchos, grandes o pequeños de cuatro patas, aves con alas enormes o insignificantes e insectos… algunos molestos. Los turistas eran alertados por lejanas posibilidades de presencias de fieras atacantes.
En ese bosque vivÃan dos amigas de la infancia que pasaban casi todo el dÃa jugando entre ellas. No hablaban el mismo idioma, pero sà se entendÃan muy bien con el intercambio de miradas y de gestos propios. Eran una avestruza, llamada Truza y una mona, llamada Ona.
Durante las noches descansaban junto a sus padres y hermanos y de dÃa se visitaban y competÃan en carreras de velocidad, o trepaban a grandes piedras, algunas difÃciles de escalar y más aún de bajar, también jugaban a las escondidas, el juego preferido por ambas y a veces una de ellas permanecÃa horas sin moverse hasta ser descubierta por la otra.
Un dÃa muy caluroso y soleado, cuando Truza estaba escondida atrás de dos troncos enormes de árboles con pocas hojas otoñales y vio a lo lejos pequeñas llamas que quemaban, por partes, el pastizal seco. Alarmada salió del escondite y al encontrarse con Ona, escuchó de su amiga:
—¡Hay olor a humo!
—¡Si! Yo vi llamas y humo. Están lejos, pero vienen hacia donde dormimos, hacia donde yo ya hice un nido y justo ayer comencé a empollar mi primer huevo.
—¡Vamos para allá… para no quemarnos! —exclamó Ona, preparándose para correr y salvarse,
Truza la siguió aleteando para hacer pasos más grandes con sus patas largas, pero no podÃa alcanzar a su amiga. Ona, llegó a una roca redonda, se trepó y en puntas de pie, gritó:
—Veo cerca el fuego y más atrás, cenizas y algunos carbones… Apurémonos —pero le costaba bajar por miedo a caer y golpearse.
Truza llegó y entre aleteos y empujones ayudó a su amiga a bajar sin lastimaduras y, sin esperarla corrió hacia su nido.
Cuando Ona llegó, vio a Truza intentar con su pico, hacer rodar el enorme huevo para alejarlo de las llamas que avanzaban hacia ella.
—¡Dejame a mÃ! Lo tomo con cuidado con mis manos y corremos hasta el arroyo, lo cruzamos y nos salvamos. ¡Vamos! —dijo la mona en acción.
Corrieron con agilidad hasta que finalmente cruzaron el arroyo por la parte ancha y poco profunda, por donde el fuego no podrÃa avanzar. Con cuidado Ona depositó el huevo sobre pastos tupidos y suaves. Ambas se miraron con agradecimiento.
—Debo hacer un nuevo nido, para empollarlo y esperar a mi hijo —dijo Truza.
—Yo creo estar embarazada… esperaba estar segura para decÃrtelo, amiga —confesó Ona.
Ambas se abrazaron, cubriéndose con las alas de Truza y los brazos de Ona, como si fuera con una manta protectora eterna.
Moraleja
Ayuda a quienes lo requieran, pues algún dÃa tu podrÃas necesitarla. Nunca desprecies la ayuda de nadie. Ayuda y te estarás ayudando.
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