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Un relato verídico - Alberto Carballo



No sé si será el agua que bebemos, o el aire de aquí, pero en esta pequeña aldea abunda la extravagancia. O abundaba, hasta el día del incidente. Antes de aquello, todos los habitantes exhibían comportamientos de lo más chocante, algunos de los cuales relataré a continuación. Si no son capaces de creerlo, no les culpo. Sin embargo, aunque no fuera verdad, me parece que es un error no creer algo simplemente porque no sea cierto.


Junto a la fuente vive doña Marta. Es una señora ya mayor que solía enterrarse todas las noches en un hoyo para, según ella, no dar trabajo a nadie si se moría durante la noche. Cada mañana que se despertaba viva, emergía de la tierra rezongando. No es que deseara morir, pero odiaba trabajar en vano. Una vez le pregunté sobre la posibilidad de que la muerte le llegara durante el día. “No seas agorero”, me respondió.


El alcalde, de nombre Hilario, vive dos casas más allá. Hilario pasaba sus días inmerso en la ardua tarea de comerse un edificio. Sostenía que, teóricamente, un hombre podría ingerir un edificio entero si este se divide en partes lo suficientemente pequeñas y uno dispone de tiempo suficiente. También afirmaba que, por el contrario, un edificio nunca podría comerse a un hombre. Este pensamiento debía de aportarle algún tipo de sensación de superioridad. Creo que es por eso que, aunque nunca nadie le instó a ello, dedicaba su vida a demostrarlo.


En cuanto a mi familia, no crean que están libres de peculiaridades. Mis padres decidieron ser ovíparos. Inexplicablemente, al poco tiempo tuvieron un huevo. Vale que, cuando fijas tu atención en un objetivo, el universo parece confabular a tu favor, pero de ahí a violar las leyes de la evolución hay un buen trecho. Sea como fuere, nueve meses después, eclosioné. Mis padres insisten en que el haber nacido de un huevo no ha afectado a mi desarrollo emocional, pero estoy seguro de que algo ha tenido que ver, pues soy muy distinto a los demás. La diferencia radica en que soy bastante normal. Si hubiera oído el latido del corazón de mi madre durante mi gestación puede que hablara siempre en fa bemol, o que intentara razonar con el sol todos los días para convencerle de que no se pusiera... pero no fue así.


Lo que me lleva a pensar que, en un lugar donde todo el mundo se comporta como he descrito, ¿no será el extravagante aquel que sigue los caminos marcados por las costumbres del hombre y las leyes de la naturaleza? ¿No seré yo, quizá, el más excéntrico de mi aldea por el mero hecho de dormir en una cama, comer pan y no querer andar incubando a mis hijos?


De todas maneras, poco importa ya. Un día, mientras mis padres contemplaban la mitosis y sus implicaciones como medio para tener un segundo hijo, apareció en la aldea una buhonera de mirada antigua y sonrisa pícara. Solo ofrecía un producto. Un misterioso brebaje cuyo frasco rezaba: “Esperanza líquida: Mañana será mejor”.


Supongo que una personalidad extravagante suele ir acompañada de una fuerte inclinación hacia las ensoñaciones. Por eso, mis convecinos, soñadores ellos, se agolparon para comprar el mejunje. Todos consiguieron un frasco. Todos, menos yo. Algo en mis entrañas, a la altura de donde siempre supuse que estaría el ombligo, me instaba a no hacerlo. No me entiendan mal, claro que prefiero que las cosas mejoren a que empeoren, pero no me parece de buen gusto abandonar de esa manera al pobre presente, corriendo en busca de otro nuevo sin siquiera dedicarle una mirada.


Resultó que hice lo correcto. Desde que tomaron ese bebistrajo, ningún habitante de la aldea ha vuelto a moverse. Todos figuran estáticos en la posición en la que ingirieron aquella trampa. Cegados por la especulación, olvidaron que en cuanto el mañana se convierte en hoy pierde las propiedades milagrosas que le atribuimos.


Ahora, debo marcharme, pues me encuentro en un pueblo sin movimiento. Escribo estas líneas para dejar constancia de lo ocurrido. Si ha llegado hasta aquí, pero aún es incapaz de creerlo, le invito a que vaya hasta la fuente a ver la efigie de doña Marta con su pala. Dos casas más allá, en la edificación sin techumbre, descubrirá en la cocina a Hilario junto a la teja que estaba a punto de moler para añadir a su guiso.


En cuanto a las particularidades de mi nacimiento, me temo que tendrá que confiar en mi palabra.


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