Josepo era un idealista. Eso decÃa él. VivÃa bien, pero querÃa vivir mejor. Anhelaba no pegar ni golpe. La buena de Begoña replicaba que más bien era un iluso y un soñador, que a fin de cuentas venÃa a ser lo mismo.
—¡Baja de la nube, Josepo, que las ilusiones no nos dan de comer y ponte a trabajar; el caserÃo no se lleva solo! ¿Cuántas veces te lo voy a repetir? Arrea con las vacas que ellas también comen —se imponÃa Begoña cuando Josepo alargaba el desayuno en la cocina.
—¡Ay si tuviera una varita mágica! Con un toque harÃa lo que quisiera. Me dedicarÃa a… a… —protestaba entornando los ojos mientras se levantaba a regañadientes.
Todos los dÃas se oÃa el mismo reproche y la misma contestación. No es que Josepo fuera un vago y Begoña una gruñona. A él le costaba ponerse a la faena. Le gustaba el caserÃo, la vida en la naturaleza y adoraba a Begoña, pero lo de trabajar todo el dÃa lo llevaba mal. Begoña sabÃa cómo llevarle el aire.
Antes del anochecer, Josepo solÃa ir a pasear por el bosque y sumirse en la nebulosa de sus pensamientos. Una tarde se adentró más de lo habitual y se sentó a descansar recostado en una roca al lado de la vereda. Entornó los ojos. No habrÃa pasado mucho tiempo cuando la piedra donde estaba sentado empezó a moverse. Josepo dio un salto asustado y levantó su cayado dispuesto a golpear lo que fuera que de allà saliera.
—¡Quita tu culo de mi puerta gordinflón. No ves que no me dejas salir! —gritó un hombrecillo que no medirÃa más de cuatro dedos.
—¡Rediós! ¿De dónde ha salido este enano?
—De mi casa, ¿es que no lo ves? Y no me llamo enano soy galtzagorri, ¿tampoco ves mi pantalón rojo? galtza-gorri pantalón-rojo, ¿lo pillas?
—Vaya, vaya, creÃa que los duendes solo existÃais en los cuentos.
—Ya te digo: muy idealistas, poco crédulos.
—O sea que, según las leyendas, vosotros sois quienes os gusta trabajar sin parar, ¿no es as�
—Pues sÃ. Trabajar, trabajar, trabajar. Pero solo por las noches, eh. No queremos que nos miren mientras lo hacemos.
—SerÃa una suerte para mà si pasarais por mi caserÃo. Os ibais a hartar en seguida.
—¿Hartar? ¿No te lo crees? Hagamos un trato y ya me dirás—propuso el hombrecillo—. Vienes al atardecer, ordenas qué debemos hacer y a la mañana siguiente lo tendrás hecho.
—¡Ja, ja, ja! ¿Pero tú de qué vas? Ya me gustarÃa veros ordeñando mis vacas. Anda, déjate de cuentos y vuelve al zulo. —concluyó Josepo al marcharse.
Al dÃa siguiente, después del desayuno, encontró a las vacas pastando plácidamente por el campo, ordeñadas y las tres lecheras llenas. Josepo se frotó las manos de alegrÃa. Esa tarde se acercó a la roca un tanto receloso. Salieron multitud de hombrecillos pantalón rojo que le rodearon mientras decÃan:
—¿Y ahora, qué?, ¿y ahora, qué?
Josepo se acordó de la leña. Al dÃa siguiente tenÃa la leñera repleta para el invierno. «¿Y ahora, qué?, ¿y ahora, qué?». Al levantarse habÃan desaparecido las malas hierbas, las plagas y los topillos. «Y ahora, qué, y ahora, qué», le volvieron a decir. Le llenaron el granero, esquilaron las ovejas, hicieron un nuevo corral y empedraron el camino.
Josepo no podÃa más. No sabÃa cómo terminar con lo que en principio le gustó pero que se habÃa convertido en una pesadilla. Begoña estaba asombrada del cambio. Josepo salÃa todos los dÃas temprano sin decir nada. VolvÃa a casa aburrido de dar vueltas todo el dÃa. «¿Y ahora, qué?, ¿y ahora, qué?» le martilleaban en la cabeza. Se le ocurrió pedirles que construyeran una acequia desde el rÃo para llenar una enorme alberca que debÃan construir. Al despertar habÃan terminado y preguntaban: «¿y ahora, qué?, ¿y ahora, qué?».
Los galtzagorri empezaron a ponerse inquietos porque ya no les daba trabajo. Josepo empezó a preocuparse pues temÃa que se enfadaran, asà que les propuso no trabajar más para él.
—TenÃas que haber leÃdo antes la letra pequeña. Estamos unidos a ti. Nuestro contrato solo terminará cuando no podamos hacer tu encargo.
Ese dÃa habÃa una fuerte tormenta. Josepo se acercó a la roca y les dio un saco de arpillera.
—Llenadlo de rayos. Vendré mañana a por ellos —les ordenó con una sonrisa.
Al atardecer del dÃa siguiente Josepo fue a la roca entre expectante y temeroso. Se encontró el saco vacÃo. De los galtzagorri no halló ni rastro.