Cuando Benjamín cumplió los siete años alcanzó, según ciertas creencias, el «uso de razón», edad suficiente para pertenecer a la Hermandad. Cada trece de julio, aniversario del nacimiento del fundador, se organiza el desfile de admisión de nuevos miembros. Benjamín está nervioso, apenas ha dormido la noche anterior. A partir de ahora, los niños pequeños y las muchachas, que tienen prohibido el acceso, lo mirarán con una admiración no carente de envidia.
Con la noche se distinguen las antorchas al principio de la calle principal, el muchacho las ve avanzar solemnemente, muy despacio. Los tambores y el quejido de las gaitas, gobiernan el paso de los participantes que forman dos filas perfectamente alineadas, precedidas por un grupo reducido de miembros. Las distancias entre ellos, denotan la categoría social de esta avanzadilla. Todos los presentes se reconocen, pese a ocultarse bajo las túnicas y capuchas ceremoniales. El primero sostiene la vara de mando, el segundo un estandarte elegantemente bordado en letras doradas, tras él alguna gente principal y el portador de la cruz. En las aceras, el público se aglomera para verlos pasar. Benjamín se aproxima, es recibido por el hermano mayor, reconoce tras la perforada capucha los ojos de su padre, lo abraza y se incorpora a la marcha.
Las autoridades locales colaboran con la organización del acto pese a las críticas de algunos sectores de la población. Al fin y al cabo, sólo se trata de costumbres populares muy arraigadas en los pueblos del sur. «Algo que se ha hecho toda la vida, los incidentes son aislados, nada por lo que crear alarma social».
Desde entonces han pasado muchos años y se han quemado muchas cruces ante la espantada mirada de los negros, un joven llegó a arder embadurnado en manteca de cerdo. Estos hechos han calado en la conciencia de Benjamín, ahora desclasado, con diecisiete años y verdadero uso de razón, se cuestiona horrorizado su adoctrinamiento en el ideario de la Hermandad.
El maestro del pueblo ha sido reconvenido en varias ocasiones por sus continuas denuncias de prácticas racistas y la pasividad de las autoridades, ha recibido alguna carta amenazante, su coche apareció quemado, la casa pintarrajeada con insultos y consignas nazis. Finalmente, una noche los supremacistas rodearon la vivienda del profesor. Se oyó un disparo. A la luz de una cruz en llamas, pudo verse cómo uno de los atacantes, despojándose de la capucha, se interpuso entre los asesinos y Sarah, la hija del maestro. Ese gesto cambió sus vidas.
Hoy, Sarah y Benjamín visitan con su hija Violeta el camposanto para presentarla al docente librepensador. La tumba está profanada con una esvástica que alguien trató de borrar, pero cubierta de flores. No muy lejos la madreselva se adueña del panteón olvidado del abuelo racista.
***