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Vientos de cambio - Wanda



—¿Más café? — preguntó la mesera mientras observaba curiosa a los comensales, que apurados comían unos panqueques. La mujer llevaba el cabello rubio visiblemente sucio y atado en una cola, los brazos rasguñados y un golpe en la mandíbula. Esta la volvió a ver y movió la cabeza indicando que no. El hombre estaba en peores condiciones. El pantalón estaba rasgado en la parte de abajo, y llevaba una venda improvisada que mostraba sangre fresca. Tenía la camisa sucia y rasguños en los brazos. Le sirvió al hombre y se retiró.

—¿Terminaste? Debemos irnos ya si queremos llegar a la frontera. Ya sabes lo importante que es esta información. Si llega a pasarme algo quiero que sigas. Dilo, yo Teresa Lázaro llevaré esto a la policía sin importar nada. —Joel Moreno le puso en la mano la memoria USB.

—Prometo que te llevaré a ti y a esto (levantó la memoria USB) hasta la policía. Ve a cambiarte las vendas y yo pagaré la cuenta.

Joel se dirigió al baño renqueando. Teresa pagó y permaneció junto a la puerta a esperarlo. Hace dos días no pensó que hoy estaría huyendo de un grupo de criminales que los persiguieron y casi asesinaron. Joel, su prometido, un experto hacker, fue contactado por un hombre para que se infiltrara en los archivos de una poderosa organización, y obtuviera datos que vinculaban a un exitoso empresario a una red de lavado de activos, a cambio de una gran suma de dinero.

Aquella mañana de abril, los capturaron a ambos, pero lograron escapar la noche anterior, no sin antes recibir ella unos cuantos golpes. En el forcejeo con uno de los guardias, este le clavó a Joel un cuchillo arriba del tobillo. Ella tomó la pistola y lo mató en el acto, salvando la vida de ambos.

Teresa observó que Joel se detuvo a ver por la ventana de la cafetería extrañado. Una columna de polvo se levantaba a la distancia. Este corrió como pudo y la tomó de la mano gritándole que corrieran. Un auto se dirigía a toda velocidad hacia donde se encontraban, el pánico recorrió el cuerpo de la mujer al darse cuenta de que las llaves del auto las había dejado sobre la mesa. Adelante había un lote donde había carros abandonados. Llegaron hasta ahí y decidieron separarse. Joel la hizo esconderse en la cajuela de un auto y cerró la puerta con cuidado.

Levantó un pedazo de tapicería en la cajuela y encontró un pequeño agujero por donde ver. Vio pasar a un primer hombre vestido de saco con una pistola en la mano. Llevaba un auricular por donde hablaba con alguien. En diagonal a él se encontraba un segundo hombre, que caminaba de forma cautelosa y con la pistola lista para disparar hacia un montón de basura.

Para su sorpresa Joel surgió de entre los escombros y con un tubo de metal le asestó un golpe certero a la cabeza que desplomó al segundo hombre al instante. Este disparó, pero la bala no alcanzó a nadie. Joel se agachó al ver al otro hombre y antes de que le disparara, huyó entre la pila de autos.

Teresa se salió de la cajuela con cautela y siguió al hombre que perseguía a Joel. Cuando estuvo lo suficiente cerca le puso la pistola en la cabeza y este se detuvo.

—¡Tira el arma! ¿Hay alguien más con ustedes dos? — el hombre no contestó. Joel salió de lo que quedaba de un carro repartidor y juntos ataron al hombre. Le quitaron las llaves del auto y la pistola.

—¿Crees que hay alguien más?, preguntó Teresa preocupada.

— No lo creo. Los observé desde que llegaron y solo pude ver a dos. Iré por el auto, quédate aquí.

Teresa asintió intranquila, y lo esperó.

—¡Levanta las manos! — Escuchó una voz áspera y nasal. Se giró y observó al tercer hombre que la apuntaba. — Dame la información y te dejaré ir a ti y a tu amigo.

En ese momento el viento sopló violento y una enorme nube de polvo se levantó.

Teresa corrió agachada sin poder ver hacia donde, se escucharon varios disparos que golpeaban el metal de los autos.

El viento se calmó y el polvo se dispersó. Desesperada buscó a Joel. Logró verlo caminar con dificultad entre los autos y el hombre apuntándole a la espalda. Sin pensarlo Teresa jaló del gatillo, era la segunda vez que mataba a un hombre, un peso con el que cargaría hasta el final de sus días.

*





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